4 de julio de 2009

"Quízás seamos, un recuerdo" Para Reflexionar

Estarán de acuerdo conmigo si les digo que la vida
es una absurda huida hacia adelante, ya ven,
un correr sin moverse del sitio,
jamás dejaremos atrás nuestro pasado,
y nunca alcanzaremos nuestro futuro,
nuestro futuro siempre va
un paso por delante de nosotros.

Por eso nadie puede saber nada del futuro,
y quien diga que sabe algo,
o miente o sencillamente es un incauto.

De todas formas, aquellos para los que
el presente son solo las cosas presentes,
son unos seres vacíos y resignados
que se conforman con poco.

Aquellos que intentan alcanzar su futuro,
son unos necios.

Lo único real, y ustedes lo saben tan bien como yo,
es nuestro pasado, somos nuestro pasado,
o mejor, somos el recuerdo de nuestro pasado.


" Quizás solo seamos eso, un recuerdo."
Fuente:http://www.el-rincon-de-sylvia.es

3 de julio de 2009

Como la gripe nos obliga a quedarnos en...


Cumplo con las Directivas del Ministerio, enviándoles las actividades que deberán realizar en estos días.
Para los alumnos de la ESB 32, ya está publicado el trabajo práctico sobre Edgar Allan Poe.
Para los alumnos de EEM 2 1°16°, el libro a trabajar es "El diario de Adán y Eva", que subí al blog.
Para 1°8° : ¡No se olviden que tienen que hacer el trabajo dado en clase!
Besos para todos y a cuidarse.

Trabajo Práctico ESB 32- ESB 28 - EET 2 "El gato negro" de Edgar Allan Poe


EL GATO NEGRO
1. Al principio del relato, el narrador dice: “Mañana voy a morir”. Una vez leído el cuento sabrás por qué. ¿Puedes decir cómo y por qué sabe que va a morir?
2. Poe habla de una enfermedad que también padeció él a lo largo de su vida y, entre otras cosas, le hizo morir de una forma miserable. ¿De cuál se trata? ¿En qué parte del cuento está? Escríbelo textualmente.
3. ¿Cómo explicas el comportamiento de la mujer?
4.¿Cómo llama el narrador a los hechos que está relatando?
5. ¿Cuál es la terrible enfermedad que lo atormenta?
6. Cuando Poe dice que “su terrible peso [el del gato], está eternamente apostado sobre el corazón”, ¿qué crees que quiere decir?
7. Verdaderamente, ¿qué es lo hace que se descubra todo el horror cometido?
8. ¿Cuáles son los cambios que sufre el personaje en cuanto a su carácter, la relación con los animales y el vínculo con su esposa? ¿A qué se los atribuye?
9. Escribí una carta en la que la esposa del protagonista le cuente a un familiar el cambio de humor de su esposo y el trato que les da a los animales.

El gato negro de E. Allan Poe




No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

Biografía de Edgar Allan Poe



Es Edgar Allan Poe un maestro del género de terror. Sus relatos cortos que se cuentan por docenas son tan sumamente excepcionales que no solo los amantes del género suelen tenerlos como libros de cabecera, sino que hasta el menos aficionado habrá oído hablar de ellos o incluso los habrá visto tanto en la pequeña o gran pantalla. Los cuentos de Poe han sido llevados al cine una y otra vez y aunque quizás creáis que no conocéis ninguna de sus historias, seguramente más de una historia vista en televisión tiene su origen en un relato de Poe.La vida de este escritor estadounidense es casi tan estremecedora como muchos de sus relatos. Siempre deseó ser poeta, era su máximo anhelo, pero las necesidades económicas lo condujeron a la prosa. Aunque no podemos decir que fuese el creador de los relatos de miedo fue un maestro en su arte y fue quien inició la novela policiaca; su relato 'El escarabajo de oro' (1843), que trata de la búsqueda de un tesoro enterrado, es buena prueba de ello. Su corta vida estuvo siempre marcada por la depresión, su tendencia a la melancolía y su afición al alcohol y a las drogas que acabaron por destruirle.
Nació en Boston el 19 de enero de 1809. Sus padres, actores de teatro itinerantes, murieron siendo él niño, y fue criado por John Allan, un hombre de negocios rico de Richmond (Virginia), que probablemente fue su padrino. A los seis años viajó con la familia Allan a Inglaterra donde ingresó en un internado privado. Después de regresar a Estados Unidos en 1820 siguió estudiando en centros privados y asistió a la universidad de Virginia durante un año, pero en 1827 su padre adoptivo, disgustado por la afición del joven a la bebida y al juego, se negó a pagar sus deudas y le obligó a trabajar como empleado.
Contrariando la voluntad de Allan, Poe abandonó su nuevo trabajo, que detestaba, y viajó a Boston donde publicó anónimamente su primer libro, Tamerlán y otros poemas (1827). Poco después se alistó en el ejército, en el que permaneció dos años. En 1829 apareció su segundo libro de poemas, Al Aaraf, y se reconcilió con Allan, que le consiguió un cargo en la Academia militar, pero a los pocos meses fue despedido por negligencia en el deber; su padre adoptivo le repudió para siempre.Al año siguiente de publicar su tercer libro, Poemas (1831), se trasladó a Baltimore, donde vivió con su tía y una sobrina de 11 años, Virginia Clemm. En 1832, su cuento 'Manuscrito encontrado en una botella' ganó un concurso patrocinado por el Baltimore Saturday Visitor. De 1835 a 1837 fue redactor de Southern Baltimore Messenger. En 1836 se casó con su joven sobrina y durante la década siguiente, gran parte de la cual fue desgraciada a causa de la larga enfermedad de Virginia, Poe trabajó como redactor para varias revistas en Filadelfia y Nueva York. En 1847 falleció su mujer y él mismo cayó enfermo; su desastrosa adicción al alcohol y las drogas, contribuyeron a su temprana muerte en Baltimore, el 7 de octubre de 1849.El 3 de octubre se celebraba en la ciudad unos comicios. Poe como un vagabundo más, se acercó a esta población para recibir el dinero que la chusma de borrachines recibían a cuenta de ciertos partidos por depositar un voto a su favor. El dinero que posiblemente necesitase el autor para emborracharse no lo llegó a cobrar nunca. Fue hallado semiconsciente tirado en la calle. Llevaba puestas ropas harapientas que ni siquiera eran suyas. Fue ingresado en el hospital y cuatro días más tarde falleció en medio de terribles delirios e incesantes imágenes de terror que acosaban su mente agotada.
El tío de Poe declaró a su muerte: "Había conocido tanto dolor y tenía tan pocos motivos para sentirse satisfecho con la vida que este cambio apenas puede considerarse una desgracia" Edgar Allan Poe vivió una vida tortuosa marcada por el dolor, dolor que nacía de su alma melancólica y depresiva y que intentó calmar mediante las drogas y el alcohol. Por su puesto no solo no lo consiguió, sino que logró perderse para siempre en algún paraje escalofriante de los nacidos de su mente. Murió con tan solo 40 años y nos dejó páginas y páginas de horror, impregnadas en su sudor alcohólico y su sangre envenenada.
Para ser justos con el miedo que brota de cada página de los relatos de terror de Poe, deberíamos mencionarlos todos. Cualquiera de ellos es capaz de ponerle los pelos de punta y de erizarle la piel al lector más curtido. Sin embargo para no agotar el espacio, seleccionaremos nuestros preferidos. Fuente: http://www.nenos.com/miedo/poe.htm

2 de julio de 2009

El diario de Adán y Eva . Trabajo Práctico 1° 16° EEm2 - 1° 10 EEM 3


Trabajo Práctico
1. Explica la estructura en la que aparece el relato
2. Caracteriza a los personajes: Mostrar como Adán describe a Eva y como Eva califica a Adán
3. ¿Por qué Eva dice que Adán no es un “ESO” sino un “EL”?
4. ¿A qué hace referencia el pronombre demostrativo “eso”?
5. ¿Cómo es Adán, según la mirada de Eva? (Ejemplificar con una cita textual)
6. ¿Cómo es Eva, según la mirada de Adán? (Ejemplificar con una cita textual)
7. ¿Dónde se desarrolla la acción? ¿Qué espacios se mencionan? Transcribir ejemplos.
8. ¿Cómo evoluciona la acción desde el rechazo hasta el amor?
9. Analizar el “descubrimiento” de los hijos por parte de Adán. Explica que procedimiento utiliza.
10. ¿Qué relación intertextual se establece con el texto bíblico?
11. Extraer segmentos donde se muestre el humor presente en la obra.
12. ¿Qué función cumplen los animales dentro de la obra?
13. Los siguientes temas aparecen en la obra: ingenuidad, aprendizaje, amor, descubrimiento. (Ejemplificar)
El trabajo es forma individual.

1 de julio de 2009

El pecado original de Adán y Eva


De seguro, ya todos conocemos la historia de Adán, de Eva, de la Serpiente y de, la tan famosa, manzana. Pero, será que sabemos qué fue lo que en realidad sucedió, ¿es cierta toda esa historia que conocemos? ¿Existen indicios o hipótesis que desmientan la historia que conocemos? ¿Acaso ellos, Adán y Eva, los primeros habitantes de la Tierra, fueron juzgados injustamente? ¿De verdad era la manzana el fruto prohibido? Trataré de analizar todas estas cuestiones, con la seriedad que se merecen, con base en algunos libros y artículos que he tenido la oportunidad de leer.
Comencemos hablando de Adán; él fue creado del polvo del suelo por Dios, éste lo hizo a su imagen y semejanza para que gobernara la tierra, además se presume que vivió 930 años. Eva, por su parte, también, fue creada por Dios para que le hiciera compañía a Adán; ella fue creada a partir de una de las costillas de Adán, que fue sustraída mientras éste dormía. Todo esto es lo que dice el libro de Génesis, en el Antiguo Testamento. Éste libro también relata que, ambos, Adán y Eva, fueron colocados en el Edén y fue allí donde Dios les dio la orden de no comer del "árbol de la ciencia del bien y del mal".
La historia continúa y dice que Eva fue tentada por la serpiente, que representa la encarnación del mal, a que comiera de la fruta del árbol prohibido con la promesa de que si desobedecía a Dios alcanzaría la sabiduría y podría llegar a ser como su creador. Luego de comer del "árbol de la ciencia del bien y del mal", que fue prohibido desde un principio por Dios, Adán y Eva fueron expulsados del Edén y condenados a sufrir por su desobediencia; Eva sufriría durante sus partos y Adán fue penado a trabajar y ganarse el pan con el sudor de su frente.
La fruta prohibida es la manzana, desde pequeño nos dicen que la serpiente había tentado a Eva para que comiera de la manzana; y que esta fruta, de color rojo, fue la que comió Eva y le dio a probar a Adán. Acaso no es una manzana la que vemos en todos los cuadros de Adán y Eva que existen. Bueno, resulta que la tan famosa manzana nunca se menciona en el libro de Génesis, en la Biblia. Allí solo se hace referencia al "árbol de la ciencia del bien y del mal"; y en ningún caso se nombra una fruta en específico. Además, se presume que no existía ese fruto en la zona donde se supone que estuvo el Edén. Al parecer todo esto es el resultado de un error de un traductor bíblico que tradujo malus-malum (mal o fruto) por manzana. Desde ese momento se empezó a concebir que la fruta que comió Eva fuera una manzana. Otra de las teorias asegura que la imagen de la manzana se debe a la tendencia de los pintores de la época con el árbol de la manzana.
Para analizar la siguiente cuestión debemos tener claro qué es la moral. El Diccionario de la Real Academia Española define moral como algo relativo “a las acciones o caracteres de las personas, desde el punto de vista de la bondad o malicia”; en otras palabras la moral viene siendo aquello que nos orienta acerca de lo bueno o malo —o bien, correcto o incorrecto— de una acción. Mark Twain, en su libro Diario de Adán y Eva, razona que fue injusta la expulsión de Adán y Eva del paraíso; ya que ellos carecían del Sentido de la Moral. El autor, en la voz de Eva, dice lo siguiente: “No podíamos saber que era malo desobedecer el mandamiento porque las palabras nos eran extrañas y no las entendíamos. No distinguíamos el bien del mal… ¿cómo íbamos a distinguirlo? No podíamos, sin el Sentido Moral no era posible".
Paulo Coelho, en su libro Verónika decide morir, le dedica un par de líneas a la historia de los primeros pobladores de la tierra. En dicho libro se plantea que si Dios viviera en el mundo actual aun estaría explicando en innumerables audiencias, ante un juez, su decisión de expulsar a Adán y Eva del Paraíso, apenas por transgredir una ley arbitraria sin ningún fundamento jurídico: no comer el fruto del árbol del Bien y del Mal. De la misma manera plantea lo siguiente: “Si Él no quería que eso sucediera, ¿por qué dispuso que el árbol se alzaran en medio del Jardín y no fuera de los muros del Paraíso? De igual forma también expone que Dios “podría ser acusado de "inducción al delito", puesto que atrajo la atención de Adán y Eva hacia el lugar exacto donde se encontraba el árbol. Si no hubiese dicho nada, generaciones y generaciones pasarían por ésta Tierra sin que nadie se interesara por el fruto prohibido”.
A la luz de todo esto, cada quien es libre de formarse su propia versión de los hechos; y creer en lo que quiera. Solo soy alguien que le gusta cuestionarse las cosas. Solo cuestionándonos las cosas podremos llegar a la verdad; de lo contrario solo seremos voceros de aquello que alguna vez alguien nos dijo.

http://ramonsalazar.blogspot.com/2006/05/adn-eva-y-el-pecado-original.html

Se adelantaron las vacaciones



Como ustedes ya saben el receso invernal se adelanta a partir del lunes 6 de julio por la gripe que azota a nuestra sociedad. Muchos de ustedes se enfermaron y yo también así que a través del blog a partir de hoy comenzaré a subir los trabajos que tendrán que realizar durante el receso. Los mismos estarán especificados por colegio, división y turno.

Besos y que se mejoren.

El diario de Adán y Eva de Mark Twain 1° 10 - 1° 16


EXTRACTOS DEL DIARIO DE ADAN
Lunes.- Este animal nuevo, de larga cabellera, está resultando muy entremetido. Siempre merodea en torno mío y me sigue a donde yo voy. Esto me desagrada; no estoy acostumbrado a tener compañía. Debería quedarse con los demás animales. El día está nuboso y sopla viento del Este; creo que tendremos lluvia. ¿Tendremos? ¿Nosotros? ¿De dónde he sacado yo esto de nosotros? Ya caigo. Así es como habla el animal nuevo.

Martes.- Estuve contemplando la catarata grande. Para mí, es lo mejor que hay en esta finca. El animal nuevo la llama Cataratas del Niágara. No se me alcanza el porqué. Dice que da la impresión de ser las Cataratas del Niágara. Esto no es una razón, sino simple capricho y tontería. Yo no tengo oportunidad de poner nombre a ninguna cosa. Sin darme tiempo a protestar, el animal nuevo va poniendo nombre a cuanto se alza ante nosotros. Y siempre alega idéntica excusa, que da la impresión de que fuera eso. Pongamos el caso del dido. Asegura que basta echarle la vista encima, para darse cuenta de que da la impresión de un dido. No me cabe duda de que tendrá que quedarse con ese nombre. Me resulta molesto preocuparme de semejante cosa, sin contar con que nada se adelantaría. ¡Dido! Da la misma impresión que yo de ser un dido.

Miércoles.- Me construí un cobijo para defenderme de la lluvia, pero no hubo modo de que lo disfrutase yo solo y en paz. Se metió el animal nuevo, y ante mis intentos de expulsarlo de allí, empezó a derramar agua por los agujeros que le sirven para mirar, y luego se los secó con el revés de sus garras, y dejó oír un ruido semejante al que hacen los demás animales cuando sufren. ¡Si no hablase! Porque siempre está hablando. Esto suena a menosprecio de este pobre animal; a difamación; pero mi intención no es ésa. Hasta ahora no había oído yo la voz humana, y cualquier sonido nuevo y extraño que rompe el silencio de estas ensoñadoras soledades me hiere el oído y me suena como una discordancia. Además, este sonido nuevo suena muy próximo a mí; junto a mi mismo hombro, junto a mi oreja misma, tan pronto a un lado como al otro, y yo estoy acostumbrado únicamente a sonidos más o menos alejados de mí.

Viernes.- A pesar de todo cuanto yo hago, sigue el desatinado poner nombres a las cosas. Yo tenía pensado para esta finca un nombre muy apropiado, que suena bien y es bonito: Jardín del Edén. Para mis adentros sigo llamándolo así, pero no en público. El animal nuevo afirma que todo él está compuesto de bosques, rocas y paisajes, no pareciéndose en nada a un jardín. Dice que da la impresión de un parque, y que únicamente de un parque. Y por eso, sin consultar conmigo, le ha puesto nuevo nombre: Parque de las cataratas del Niágara. Yo creo que es una arbitrariedad. Y ostenta ya un cartelón:
PROHIBIDO ENTRAR EN EL CESPED


La felicidad de mi vida ya no es la que era.

Sábado.- Este animal nuevo se atraca de frutas. Lo más probable es que nos escaseen. Nos otra vez; es decir, la palabra que emplea él, y que, a fuerza de oírla, empleo también yo. Esta mañana hubo gran cantidad de niebla. Yo no salgo cuando hay niebla. El animal nuevo, sí. Haga el tiempo que haga, sale fuera, y después se mete dentro, dejando la marca de sus pies llenos de barro. Y se pone a hablar. ¡Con lo bien y tranquilo que yo estaba aquí!

Domingo.- Pasó al fin. Me está resultando cada vez más cargante este día. El pasado noviembre lo elegimos y señalamos como día de descanso. Antes de eso disponía yo de seis por semana para descansar. Esta mañana encontré al animal nuevo cuando trataba de echar abajo con terrones alguna manzana del árbol prohibido.

Lunes.- El animal nuevo dice que su nombre es Eva. Me parece bien y nada tengo que objetar. Dice que lo llame por ese nombre cuando quiero que venga a donde yo estoy. Le dije que, si era para eso, estaba de más. Es evidente que con esto salí ganando en su respeto; la verdad es que se trata de un nombre amplio, que está bien y se presta a repetirlo. Dice que no debo usar la palabra él, sino la de ella, cuando hablo de su persona. Sobre eso habría que hablar probablemente mucho; a mí me es igual; me tendría sin cuidado lo que a ella se refiere, si se las arreglase para vivir ella sola, y si no hablase.

Martes.- Ha sembrado toda la finca de nombres odiosos y de cartelones molestos:
«Por aquí, al remolino.»
«Por aquí, a la isla de las cabras.»
«Hacia la cueva de los vientos, por aquí.»
Asegura que este parque resultaría una preciosa estación veraniega, si hubiese clientela. Estación veraniega (otro invento suyo), palabrería sin sentido alguno. ¿Qué es eso de estación veraniega? Es preferible no preguntárselo a ella, porque está siempre rabiando por dar explicaciones.

Viernes.- Le ha dado por suplicarme que no me lance por las Cataratas. ¿Qué daño hay en ello? Me asegura que le entran escalofríos cuando lo hago. ¿Por qué? Yo lo hice siempre, siempre me gustaron la zambullida y el frescor. ¿No están para eso las Cataratas? Yo no les veo otra utilidad, y es seguro que fueron dispuestas con algún fin. Ella afirma que lo fueron únicamente para decoración, igual que el rinoceronte y el mastodonte.
Me lancé por las Cataratas dentro de un barril. No le gustó. Nadé por el remolino y por los rabiones, con un traje de hojas de higuera, que resultó estropeadísimo. Esto provocó de su parte quejas fastidiosas acerca de mi extravagancia. Me siento aquí muy coartado. Necesito cambiar de panoramas.

Sábado.- Me fugué el pasado martes por la noche, caminé dos días y me construí otro refugio en un lugar apartado, borrando hasta donde me fue posible mis huellas, pero ella dio conmigo, gracias a un animal que ha domesticado y al que llama lobo. Se me presentó repitiendo ese ruido lastimero de que antes hablé, y vertiendo agua por los huecos de que se sirve para mirar. No tuve más remedio que regresar con ella, pero me apresuraré a emigrar en cuanto se me presente la ocasión. Ella se dedica a un sin fin de tonterías, como por ejemplo: a descubrir por qué razón los animales llamados león y tigre se alimentan de hierba y de flores, siendo así que, como ella asegura, la configuración de sus dientes parece indicar que están destinados a comerse los unos a los otros. Esto es una simpleza; el comerse unos a otros equivaldría a matarse mutuamente, y esto, a mi modo de ver, supondría el traer eso que llaman la muerte; y la muerte, según me he informado, no ha tenido acceso todavía al parque, lo cual, en ciertos aspectos, es una lástima.

Domingo.- Mal que mal, se pasó.

Lunes.- Me parece comprender con qué objeto se ha instituido la semana; sin duda que lo ha sido para que uno tenga tiempo de reponerse del aburrimiento del domingo. La idea se me antoja buena. Ella ha vuelto a trepar por el árbol en cuestión. La hice bajar tirándole terrones. Me dijo que no la miraba nadie. Esto le parece excusa suficiente para lanzarse a cualquier empresa arriesgada. Se lo dije. La palabra excusa despertó en ella admiración, y hasta creo que envidia. Es un hermoso vocablo.

Martes.- Ella me ha contado que la hicieron de una costilla arrancada de mi cuerpo. Lo menos que se puede decir de esto es que es para ponerlo en duda, o quizá más. Yo no he perdido ninguna costilla. Está intrigadísima a propósito del busardo; dice que no le sienta bien la verdura, teme que no podrá mantenerlo, y sospecha que fue hecho para que se mantenga de carnes podridas. El busardo tendrá que apañárselas para vivir con lo que se le da. No es posible que trastornemos todo el plan para que el busardo encaje dentro del mismo.

Sábado.- Ayer se cayó ella dentro del estanque cuando se estaba mirando, como lo hace constantemente, en sus aguas. Casi se ahogó, y aseguró que era cosa por demás molesta. Esto dio motivos a que le entrase compasión de los animales que viven dentro, y a los que llama peces, porque sigue emperrada en pegar nombres a cosas que ninguna necesidad tienen de ellos y que no acuden cuando se les llama con los mismos, cosa que a ella la tiene sin cuidado, porque es una tontaina, míresele por donde se la mire. Movida de compasión, reunió una gran cantidad de esos peces y se los trajo la pasada noche, colocándolos dentro de mi cama para que tuviesen calor; yo les he echado un vistazo de cuando en cuando durante el día, y la verdad es que no veo que se sientan ahora más a su gusto de lo que estaban antes. Se mueven menos, eso sí. Cuando anochezca, yo los tiraré fuera de casa. No volveré a dormir con ellos; los encuentro fríos y húmedos y el echarse desnudo entre ellos resulta desagradable.

Domingo.- Mal que mal, se pasó.

Martes.- Le ha dado ahora por una serpiente. Esto ha regocijado a los demás animales, porque andaba siempre haciendo experiencias con ellos y dándoles la tabarra; yo me alegro también, porque la serpiente habla, y eso supone para mí un descanso.

Viernes.- Me informa ella de que la serpiente la aconseja probar de la fruta del árbol en cuestión, y que con ello adquiriremos una instrucción grande, magnífica y generosa. Le he contestado que se produciría también otro resultado, a saber: que la muerte entraría en el mundo. Fue una equivocación mía; habría sido mejor guardarme para mí este dato, porque no tuvo más consecuencia que meterle otra idea en la cabeza: la de que así podría sacar adelante al busardo enfermo, y suministrar carne fresca a los leones y tigres melancólicos. Le aconsejé que no se acercase al árbol. Ella se resistió al consejo. Preveo dificultades. Emigraré.

Miércoles.- He pasado por los trances más diversos. La pasada noche me fugué y cabalgué en un caballo a todo lo que éste dio de sí durante toda ella, con la esperanza de perder de vista al parque y esconderme en alguna otra región antes que empezasen los líos; pero no pudo ser. Haría una hora que el sol se había levantado, y cruzaba yo a caballo por una llanura florida, en la que millares de animales pastaban, dormían, o retozaban los unos con los otros, según se lo pedía el gusto; súbitamente, estallan todos en una tempestad de ruidos horrendos, y un instante después, la llanura en toda su extensión sufría una conmoción frenética, y cada animal se había lanzado al ataque del que tenía más próximo. Comprendí lo que aquello significaba. Eva había comido del fruto, y la muerte había penetrado en el mundo. Los tigres devoraron mi caballo, sin hacer el menor caso cuando les di la orden de que se abstuviesen, y me habrían devorado a mí si hubiese permanecido en aquel lugar -cosa de que me guardé muy bien, alejándome a toda prisa-. Encontré el lugar en el que ahora resido, fuera del parque, y permanecí muy a mi sabor por espacio de algunos días; pero ella me encontró. Me encontró, y puso al lugar el nombre de Tonawanda, porque dice que produce esa impresión. Si he de decir verdad, no me pesó que viniese, porque hay aquí pocas cosas que llevarse a la boca, y ella se trajo algunas de aquellas manzanas. Me hallaba tan hambriento, que no tuve más remedio que comérmelas. Aquello iba contra mis principios, pero he descubierto que los principios sólo conservan verdadera fuerza cuando uno está bien nutrido. Se me presentó rebozada en arbustos y manojos de hojas; cuando yo le pregunté que significaba cosa tan absurda, y se los arranqué y tiré al suelo, ella se puso a tiritar y se sonrojó. Yo no había visto a nadie hasta entonces tiritar y sonrojarse, y aquello me pareció una cosa impropia y una idiotez. Me contestó que no tardaría yo mismo en obrar de idéntica manera. Y acertó. A pesar de lo hambriento que estaba, dejé en el suelo la manzana a medio comer -y que era la mejor que yo había visto hasta entonces, teniendo en cuenta lo avanzado de la estación- y me revestí de los mismos arbustos y ramas; acto continuo la interpelé con cierta severidad, y le mandé que se largase de allí, que se procurase más arbustos y ramas, y que no se exhibiese en aquel vergonzoso atuendo. Obedeció, y después reptamos hasta el lugar en donde se habían peleado las fieras, recogimos varias pieles, y yo la obligué a que cosiese algunas para disponer de un par de trajes apropiados para cuando compareciésemos en público. Son incómodos; es cierto, pero son elegantes, y eso es lo que más importa, tratándose de vestidos. Me está resultando una gran cosa como compañera. Sin ella, lo comprendo, me sentiría solitario y deprimido, después que he perdido mi finca. Me ha comunicado también la noticia de que está mandando que en adelante trabajemos para ganarnos el sustento. Ella me será de utilidad. Yo llevaré la dirección.

Diez días después.- ¡Me acusa de haber sido yo la causa del desastre! Asegura, con verdad y sinceridad evidentes, que la serpiente le afirmó que el fruto prohibido no era la manzana, sino la castaña. Le contesté que, en tal caso, yo seguía inocente, porque no había comido ninguna castaña. Me aseguró que la serpiente le había afirmado que castaña era un vocablo figurado, entendiéndose por el mismo cualquier chiste manido y mohoso. Al oírla perdí el color, porque, para entretener el aburrimiento, yo había hecho cualquier cantidad de chistes, y quizá algunos pertenecían a esa clase, a pesar de que yo supuse honradamente al hacerlos que eran nuevos. Me preguntó si no habría hecho yo algún chiste de ésos en el instante de ocurrir la catástrofe. No tuve más remedio que confesar que había hecho uno para mis adentros, aunque no en voz alta. La cosa ocurrió de este modo: iba yo pensando en las Cataratas, y me dije: «¡Qué estupendo resulta el ver cómo se precipita desde la altura aquella enorme masa de agua!» Y de pronto cruzó por mi cerebro como relámpago un brillante pensamiento, y lo dejé volar, diciendo: «¡Sería mucho más estupendo el ver cómo se precipita hacia arriba!», y ya iba a reventar de risa, cuando todos los seres vivientes se lanzaron a pelear y a matarse y yo tuve que buscar la salvación en la fuga. Entonces ella me dijo satisfechísima: «Ahí lo tienes precisamente; la serpiente me habló de ese mismo chiste, y lo calificó de la primera castaña, asegurando que era tan antiguo como la creación.» Pues, sí, señor, yo soy quien tiene la culpa. ¿Por qué fui yo ingenioso? ¡Ojalá que nunca, nunca, hubiese tenido pensamiento tan brillante!

Al año siguiente.- Le hemos llamado Caín. Andaba yo por las tierras altas, poniendo trampas por la playa norte del ERPE, cuando ella lo atrapó; lo atrapó en el bosque a un par de millas de distancia de nuestro socavón, aunque bien pudieran ser cuatro las millas, porque ella no está segura de cuántas fueron. En ciertas cosas se nos parece y quizá sea un pariente nuestro. Ella lo cree, pero, a juicio mío, está equivocada. La diferencia de tamaño abona la conclusión de que se trata de un animal distinto y de clase nueva. Quizá sea un pez, aunque cuando lo metí en el agua para cerciorarme de ello, se fue al fondo, y ella se tiró de cabeza y lo sacó fuera sin dar lugar a que el experimento decidiese la cuestión. Sigo pensando que se trata de un pez, pero a ella le tiene sin cuidado lo que él es, y no me permite realizar la prueba. No lo comprendo. La llegada de este animal parece haber transformado toda la manera de ser de ella, hasta el punto de negarse irracionalmente a todo experimento. Le tiene más apego que a cualquier otro animal, sin que sepa explicar por qué razón. Su cerebro no rige bien. Es cosa que se manifiesta en todo. A veces se pasa media noche con el pez en los brazos, porque este se queja, deseoso de ir al agua. En esas ocasiones le brota agua por los sitios que tiene en su cara para mirar, da palmaditas cariñosas al pez en la espalda y deja oír por su boca sones cariñosos para calmarlo, demostrando de cien maneras su dolor y su solicitud. Esto me trae muy desconcertado, porque jamás le vi. hacer semejantes cosas a ningún otro pez. Antes que perdiésemos nuestra finca, solía llevar en brazos de ese modo a los cachorrillos de tigre, y jugaba con ellos; eso es, jugaba; jamás se tomó con ellos, cuando no les sentaba bien la comida, las molestias que ahora.

Domingo.- Ella no trabaja los domingos; se tumba rendida de cansancio, y le gusta que el pez se revuelque encima de ella. Hace mil ruidos absurdos para divertirlo, simula que le devora las garras y con esto le arranca risas. Hasta ahora yo no había visto peces que supiesen reír. Esto me hace dudar. He llegado a congraciarme con los domingos. Una semana de estar vigilando el trabajo lo deja a uno fatigadísimo. Los domingos deberían multiplicarse. Antaño resultaban duros, pero ahora son muy llevaderos.

Miércoles.- No es un pez. No logro cerciorarme del todo de lo que es. Cuando no está a gusto, deja oír ruidos curiosamente endiablados, y, cuando lo está, dice ge-ge. No es uno de nuestra clase, porque no camina sobre sus pies; pájaro no es, porque no vuela; rana tampoco, porque no salta; no es serpiente, porque no repta; tengo la seguridad de que no es un pez, aunque no se me presente ocasión de poner en claro si sabe nadar o no. No hace otra cosa que estar tumbado, de espaldas casi siempre, con los pies en alto, cosa que yo no había visto hacer hasta ahora a ningún animal. Dije que creía que es un enigma; pero ella se limitó a admirar la palabra sin comprenderla. En mi opinión, tiene que ser o un enigma o alguna especie de sabandija. Si se muere, me lo llevaré a algún lugar aislado para ver cuál es su conformación. Nunca llegó cosa alguna a traerme tan perplejo.

Tres meses después.- En lugar de disminuir, mi perplejidad aumenta. Duermo muy poco. Ya no permanece tumbado donde lo dejan, sino que va y viene a gatas. Sin embargo, a diferencia de los demás animales de cuatro patas, las delanteras de éste son corvísimas, lo que le obliga a alzar en el aire la parte más voluminosa de su cuerpo de una manera incómoda y que resulta poco atractiva. Su conformación es igual a la nuestra, pero su modo de caminar demuestra que no es de nuestra casta. Sus patas delanteras cortas y sus patas traseras largas dan a entender que se trata de la familia del canguro, aunque represente una variación notable dentro de la especie, ya que el canguro camina a saltos, cosa que éste no hace jamás. Con todo eso, representa una variedad curiosa e interesante y que no ha sido catalogada hasta hoy. Como soy quien la ha descubierto, he creído que era de justicia conservar para mí el mérito del descubrimiento uniendo a él mi nombre, y por eso le he puesto el de Kangarurum Adamiensis. Sería muy joven cuando fue atrapado, porque ha crecido muchísimo de entonces acá. Tendrá, con seguridad, cinco veces el tamaño que tenía entonces, y es capaz, cuando está enfadado, de armar un barullo como veintidós a treinta y ocho veces más grande del que armaba al principio. Y es en vano querer modificar esto con la coerción, porque ésta produce el efecto contrario. Ese es el motivo que me hizo suspender el sistema. Ella lo amansa mediante la persuasión y dándole cosas que antes me había asegurado que no le daría. Ya he manifestado que yo estaba ausente cuando ella lo trajo a casa, y que me contó que lo había encontrado en el bosque. Parece cosa rara que haya sido el único ejemplar, pero lo es sin duda, porque yo he buscado hasta cansarme durante semanas y semanas, por si encontraba otro para agregarlo a mi colección, y al mismo tiempo para que jugase con éste; es seguro que de ese modo se sosegaría y podríamos domesticarlo con mayor facilidad. Pero no encuentro ningún otro, ni siquiera vestigios del mismo; y lo que es aún más extraño: no he descubierto ninguna huella. Es un animal que tiene que vivir en el suelo, y que no puede valerse a sí mismo. ¡Cómo, pues, va y viene sin dejar huella? He colocado una docena de trampas, pero sin resultado positivo. Caen en ellas toda clase de animales pequeños, menos éste; creo que los que caen son animales a los que empuja la simple curiosidad de ver para qué está allí la leche. Jamás se la beben.

Tres meses después.- El canguro sigue todavía creciendo, lo que resulta por demás extraño y desconcertante. No he conocido otro ejemplar cuyo crecimiento durase tanto. Ha echado piel velluda sobre su cabeza; pero no es una piel como la del canguro, sino completamente igual a la cabellera nuestra, salvo que es mucho más fina y suave, y que en lugar de negra es rojiza. Voy a terminar por desvariar en presencia del desarrollo caprichoso e inquietante de este inclasificable capricho zoológico. Si yo pudiera hacerme con otro ejemplar... ; pero no hay ni que pensar en ello. Está claro que se trata de una variedad nueva, de la que es ejemplar único. Sin embargo, yo atrapé un auténtico canguro y me lo traje a casa, suponiendo que el otro, sintiéndose solitario, preferiría su compañía a carecer por completo de alguien de su casta, o de un animal cualquiera en el que encontrara cierta proximidad o en el que despertara simpatía debido a la soledad en que vive ahora , entre animales extraños que desconocen sus maneras y costumbres y que no saben cómo arreglárselas para darle la sensación de que se encuentra entre amigos; pero cometí una equivocación, porque ni bien tuvo delante al canguro, le acometieron tales accesos de terror que yo saqué la seguridad de que jamás había visto hasta entonces semejante clase de animal. Me inspira lástima el pobre animalito alborotador, pero no se me ocurre nada que pueda hacerle feliz. Si consiguiera domesticarlo; pero de eso no hay ni que hablar, porque cuanto más empeño pongo en ello, parece que lo estropeo más. Me llega al alma el verlo en sus pequeñas tormentas de sufrimiento y de enojo. Yo quería soltarlo y que se marchase, pero ella no quiere ni oír hablar de semejante cosa. Esta actitud me pareció cruel e impropia de ella; sin embargo, quizá tenga razón. El animalito se encontraría entonces más solitario que nunca. Al no poder dar con otro como él, ¡qué iba a hacer?

Cinco meses después.- No es un canguro. No lo es, porque se sostiene agarrándose a un dedo de ella, y de ese modo da unos pasos con sus patas posteriores, hasta que vuelve a caerse. Se trata, probablemente, de cierta clase de oso; pero no tiene cola -hasta ahora al menos- ni piel velluda, salvo en la cabeza. Sigue creciendo, y éste es un detalle curioso, porque los osos terminan su crecimiento mucho antes. Los osos son peligrosos -desde la catástrofe nuestra-, y yo no dejaré que éste siga merodeando mucho tiempo todavía por la casa sin ponerle un bozal para mi tranquilidad. Me brindé a traerle a ella un canguro si daba suelta a éste, pero no adelanté nada. Está decidida, según creo, a que corramos toda clase de riesgos estúpidos. Ella no era así cuando aún regía bien su razón.

Quince días después.- Le he examinado la boca. No hay peligro todavía; sólo tiene un diente. No le salió cola todavía. En la actualidad da más guerra que nunca, especialmente de noche. Yo me he instalado fuera, pero entraré todas las mañanas para desayunarme y para ver si le han salido más dientes. Si le salen dientes por toda la boca habrá llegado la hora de que se largue de aquí, con cola o sin ella; a un oso no le hace falta cola para ser peligroso.

Cuatro meses después.- He estado ausente un mes, cazando y pescando en las regiones altas, a las que ella llama Buffalo. La verdad es que no sé por qué razón, como no sea porque no hay un solo búfalo por allí. El osezno ha aprendido en ese tiempo a ir de aquí para allá sobre sus patas posteriores, y dice ya poppa y momma. Desde luego, se trata de una especie nueva. Quizá sean casuales estos sonidos que se parecen a palabras, y quizá no encierren sentido alguno; aunque así fuese, resulta extraordinario siempre, y eso no lo sabe hacer ningún otro oso. Esta imitación del hablar, sumada a la falta general de piel velluda y a la carencia de cola, es indicio suficiente de que se trata de una clase nueva de oso. Resultará interesantísimo seguir haciendo estudios sobre el caso. Por ahora yo voy a emprender una expedición lejana por entre las selvas del Norte, y realizaré una investigación a fondo. Debe de existir, con toda seguridad, algún ejemplar en otra parte, y este de aquí será menos peligroso cuando tenga compañía de su propia especie. Partiré enseguida, no sin primero amordazarlo.

Tres meses después.- Mi cacería ha sido fatigosa, fatigosísima. Pero sin resultado. ¡Y mientras tanto, sin moverse de la finca donde está nuestra casa, ella ha atrapado otro ejemplar! Jamás vi suerte igual. Yo habría sido capaz de buscar por estos bosque durante cien años, sin topar con cosa semejante.

Al día siguiente.- Me he entretenido en comparar a este de ahora con el anterior, y salta a la vista que pertenecen a la misma casta. Iba yo a disecar a uno de los dos para ponerlo en mi colección, pero a ella le ha parecido mal por la razón que sea. He renunciado, por consiguiente, a la idea, aunque lo creo una equivocación. Si se nos escapasen los dos, eso resultaría una pérdida irreparable para la ciencia. El de antes se ha domesticado algo, se ríe y habla como un papagayo; de seguro que esto último lo ha aprendido de tanto estar en su compañía, porque posee en alto grado de desarrollo la facultad imitativa. Será para mí un asombro el que resulte una clase nueva de papagayo; aunque, a decir verdad, no debería asombrarme, porque desde aquellos primeros días en que fue para mí un pez, ha sido todo aquello que es posible imaginarse. El nuevo es tan feo como lo era el otro al principio; tiene el mismo cutis de azufre y carne cruda, y la misma cabeza rara sin piel velluda. Ella lo llama Abel.

Diez años después.- Los dos son muchachos; lo descubrimos hace ya mucho tiempo. Lo que nos desconcertó fue el que llegasen tan pequeños y tan imperfectos; no estábamos acostumbrados a una cosa así. Ahora tenemos también algunas niñas. Abel es un chico bueno, pero si Caín se hubiese quedado en oso, quizá habría salido mejorado. Al cabo de los años transcurridos, me doy cuenta de que al principio sufrí un error a propósito de Eva; es preferible vivir con ella fuera del Edén, que sin ella dentro. En los comienzos me dio la impresión de que hablaba mucho; pero hoy me dolería que esa voz suya cayese en el silencio y desapareciese de mi vida. ¡Sea bendito el chiste castaña que nos aproximó y que me enseñó a mí a conocer la bondad de su corazón y la dulzura de su espíritu!


EL DIARIO DE EVA

Traducido del texto original

Sábado.- Tengo ya casi un día entero de edad. Llegué ayer. A mí, al menos, así me lo parece. Y así tiene que ser, porque, si hubo un anteayer, yo no me hallaba presente, o, de lo contrario, lo recordaría. Pudo, desde luego, ocurrir el anteayer sin que yo me fijase en ello. Bien, pues; de aquí en adelante estaré ojo alerta, y tomaré nota de cualquier anteayer que ocurra. Lo mejor será empezar desde ahora mismo para que no haya confusiones en las notas; un instinto secreto me dice que esta clase de detalles serán algún día importantes para el historiador. Yo me siento a mí misma como un experimento, tal y como un experimento; sería imposible que nadie tenga de sí mismo, más que yo, la sensación de ser un experimento, y por ello voy llegando a la convicción de que eso es, en efecto, lo que soy: un experimento; justamente un experimento, y nada más.
Pero si yo soy un experimento, ¿soy la totalidad del mismo? No, yo creo que no; creo que lo demás es también parte del mismo. Yo soy la parte principal del experimento, pero opino que también lo demás tiene su parte en éste. ¿He de dar por asegurada mi posición, o preciso estar alerta y cuidar de ella? Quizá esto último. Algún instinto me dice que sólo al precio de un eterno estar en guardia se consigue la supremacía. (Me parece que para persona tan joven como yo es ésta una buena frase.)
Todo parece hoy mejor que ayer. Con la precipitación de acabar la obra ayer, quedaron los montes en un estado algo andrajoso, y hubo llanuras en las que se amontonaban de tal manera los desperdicios y basura, que daba pena verlas. No hay que andarse con prisas en las obras de arte y bellas y espléndidas; y este mundo nuevo y mayestático resulta sin duda una obra bella y espléndida. A pesar de la escasez del tiempo empleado, causa maravilla lo cercano que está de la perfección. Cierto que en algunos lugares hay exceso de estrellas y en otros falta, pero no dudo de que esto se podrá remediar todavía. Anoche se soltó la luna, se deslizó hacia abajo y cayó fuera del artilugio. Fue una pérdida muy grande, y sólo con pensarlo se me destroza el corazón. Entre todos los adornos y decorados no hay nada que pueda comparársele en belleza y en pulimento. Debieron haberla sujetado mejor. Con tal que sea posible volver a colocarla en su sitio...
Naturalmente que no se dice donde fue a caer. Además, quien le haya echado mano la esconderá; lo sé, porque yo haría lo mismo. Yo me creo capaz de ser honrada en todo lo demás, pero empiezo ya a darme cuenta de que el tuétano y el nervio de mi condición es mi amor por lo bello, mi pasión por lo bello, y de que correría riesgo quien me confiase una luna que perteneciese a otra persona que ignorase que estaba en mi poder. Quizá si yo me encontrara una luna durante el día la devolviese, por temor a que me hubiese estado mirando otra persona; pero si me la encontrase estando oscuro, estoy convencida de que sabría dar con una excusa para no decir una palabra del asunto. Me enamoran las lunas. ¡Qué lindas y qué románticas son! ¿Por qué no tendremos cinco o seis de ellas? Yo no me acostaría nunca, porque nunca me cansaría de estar tumbada en el ribazo cubierto de musgo, contemplándolas.
Tampoco están mal las estrellas. ¡Si yo pudiera hacerme con algunas para prendérmelas en mis cabellos! Creo que jamás podré. Cualquiera se sorprendería si se le dijese lo lejos que están, porque no lo parece. La noche pasada, cuando ellas se mostraron, intenté echar alguna abajo, valiéndome de un palo, pero no las alcancé, cosa que me sorprendió; después me puse a tirarles terrones hasta que me cansé, sin conseguir echar abajo ninguna. Es que soy zurza y no tiro lejos. Ni siquiera cuando apunté a una estrella que no era la que yo quería tocar. Sin embargo, hice buenos tiros. Vi como la negra mancha del terrón volaba cuarenta o cincuenta veces derecha hasta los mismos racimos dorados, errando el blanco por un nada. Si hubiese podido seguir tirando, quizá me hubiese hecho con una.
Lloré, pues, un poco. Me imagino que esto fue cosa natural en persona de mi edad; luego de descansar, eché mano de una canastilla y me puse en camino para el borde extremo del círculo, allí donde las estrellas están casi tocando el suelo, de modo que me sería posible alcanzarlas con mis manos. Esto resultaría ventajoso, porque me permitiría agarrarlas con cuidado, de manera de no romperlas. Pero estaba mucho más lejos de lo que yo pensaba, y tuve que acabar renunciando a la empresa. Me hallaba tan cansada, que ni dar otro paso podía ya; sin contar con que tenía los pies llagados y me lastimaban muchísimo.
No me era posible regresar a casa; se hallaba ésta demasiado lejos, y estaba ya refrescando; pero di con algunos tigres, me hice en medio de ellos un huequecito y me sentí encantadoramente a gusto; su aliento era dulce y agradable, porque se alimentan de fresas. No había visto yo tigres hasta entonces, pero los conocí en el acto por las franjas. Si yo consiguiera una de esas pieles, tendría con ella un vestido precioso.
Hoy voy formándome una idea más exacta de las distancias. Me acometen tales ansias de apoderarme de las cosas lindas, que les tiro un manotón aturdidamente; unas veces estando demasiado lejos; otras teniéndolas a seis pulgadas, me parece que están a un pie, pero, ¡ay!, con pinchos entre medio. Me he aprendido la lección, y también he hecho un refrán, que me lo saqué todo entero de mi cabeza. Es el primerísimo que he hecho: El experimento arañado huye del pincho. Creo que es un refrán muy bueno para haberlo hecho una jovencita como yo.
Ayer por la tarde me dediqué a seguir desde cierta distancia en sus andanzas al otro experimento, por si me era posible adivinar para qué servía. No lo conseguí. Creo que es un hombre. Yo no había visto nunca un hombre, pero me lo pareció, y tengo la certeza de que lo es, en efecto. Compruebo que experimento hacia él mucha más curiosidad que hacia cualquiera de los demás reptiles. Esto, en el caso de que sea un reptil, como yo supongo; porque tiene el cabello enmarañado y los ojos azules, produciendo la impresión de un reptil. No tiene caderas; es ahusado como una zanahoria; cuando está en pie se ensancha por debajo como una torre de grúa; por eso creo que es un reptil, aunque bien pudiera ser arquitectura.
Al principio le tuve miedo, y en cuanto él se daba media vuelta, yo echaba a correr, creyendo que me perseguiría; poco a poco descubrí que él trataba solamente de alejarse de mí; después de eso perdí la timidez y le seguí la pista durante varias horas, caminando a unas veinte varas detrás de él, cosa que le puso nervioso y fastidiado. Acabó por sentirse molestísimo, y trepó a un árbol. Yo me quedé un buen rato esperando; por último, me di por vencida y regresé a mi casa.
Hoy se ha repetido la misma historia. Le obligué otra vez a subirse al árbol.

Domingo.- Sigue en lo alto. En apariencia, descansando, pero eso es un subterfugio: no es el domingo día de descansar; el señalado con ese objeto es el sábado. Me produce la impresión de un animal más inclinado al descanso que a cualquier otra cosa. A mí me cansaría tanto descanso. Sólo el estarme sentada mirando al árbol me fatiga. ¿Para qué servirá? Nunca le veo hacer nada.
Anoche nos devolvieron la luna. ¡Cuánto me alegré! Creo que se han portado con gran honradez los que tal hicieron. Volvió a deslizarse hacia abajo y se cayó de nuevo, pero no me afligí. ¿Para qué afligirse cuando una tiene convecinos tan cariñosos? Ya volverán a ponerla en su sitio. Ya me gustaría poder hacer algo para demostrarles mi agradecimiento. ¡Si pudiera enviarles algunas estrellas! Porque nosotros no sabemos qué hacer con tantas como son. Quiero decir que no sé yo, no que no sabemos nosotros. Está a la vista que al reptil le tienen sin cuidado estas cosas.
Tiene gustos ordinarios, y no es nada cariñoso. Ayer al oscurecido, cuando me acerqué hasta allí, se había deslizado del árbol a tierra, y estaba esforzándose por atrapar los pececillos moteados que juguetean en el estanque; tuve que tirarle terrones para obligarle a subirse al árbol otra vez y a que los dejase en paz. ¿Estará hecho para eso? ¿Será que no tiene corazón? ¿No se compadecerá de estos animalitos? ¿Es posible que lo hayan planeado y fabricado para tareas tan poco amables? Así lo parece. Uno de los terrones le pegó detrás de una oreja, y él entonces habló. Me estremecí, porque era aquella la primera vez que yo oía hablar, salvo a mí misma. No entendí sus palabras, pero me dieron la sensación de que eran expresivas.
Al descubrir que sabía hablar, despertóse en mí un nuevo interés por él, porque me gusta la charla; yo no dejo de hablar en todo el día, hablo hasta en mis sueños, y resultó muy interesante; pero lo sería doblemente si tuviese otro a quien poder hablar; sería capaz de estarme dale que dale sin acabar nunca, si así me lo pedían.
Si este reptil es un hombre, no puedo referirme al mismo sino con el pronombre personal, ¿verdad que no? Iría contra la gramática, ¿no es así? Creo que hay que declinarlo de este modo: nominativo, él; dativo, para él; posesivo, suyo. Bueno, pues, me haré a la idea de que es un hombre y lo trataré así, mientras no resulte que es otra cosa. Será más cómodo que andarme con tantas perplejidades.

Domingo, una semana después.- Me he pasado la semana pegada a su huella, buscando modo de entablar relaciones. Tuve que ser yo la que hablase, porque es huraño, pero no me importó. Me pareció que le complacía el tenerme a su alrededor; yo empleé muchas veces la palabra nosotros, porque parecía halagarle el verse incluído.

Miércoles.- Nos llevamos ya perfectamente bien, y cada vez nos vamos conociendo mejor. El ya no trata de esquivarme, lo cual constituye una buena señal, y demuestra que le gusta tenerme en su compañía. A mí esto me agrada, y estudio el modo de serle útil de cuantas maneras puedo, a fin de que me considere más y más. En estos dos últimos días le he aliviado del trabajo de poner nombres a todo, lo que ha constituído para el un gran alivio porque carece de dotes al respecto, y me está claramente muy agradecido. Es incapaz de pensar un nombre puesto en razón para ahorrarse trabajo, pero yo hago de manera que él no se percate de que me he fijado en que tiene ese defecto. En cuanto se nos pone delante un ser nuevo, yo le pongo nombre sin dar tiempo a que él haga un mal papel callándose de una manera torpona. Lo libro así de muchos momentos embarazosos. Yo no tengo el defecto suyo. En el instante mismo en que pongo mis ojos en un animal, ya sé cual es. No me hace falta pensarlo ni un instante; en el acto me brota el nombre exacto, como si me lo inspirasen, e inspiración creo que es, porque medio minuto antes, de fijo que nada sabía de él. Yo diría que conozco por su conformación y su modo de obrar de qué animal se trata.
Cuando se nos presentó el dido, él creyó que se trataba de un gato montuno, lo leí en sus ojos. Le ahorré el tropezón. Y lo hice de manera de no lastimar su orgullo. Solté la frase con toda la naturalidad de quien está agradablemente sorprendida, y no como si soñase en proporcionarle un dato que él no conocía, y dije: «¡Vaya, o yo me equivoco o aquí tenemos al dido!» Sin que pareciese que daba explicaciones, le di a entender cómo sabía yo que aquél era el dido, y aunque se me pasó por la cabeza la idea de que quizá le mortificaba un poco el que yo conociese al animal en cuestión, no conociéndolo él, estaba a la vista que me admiró. Esto me resultó por demás agradable, y pensé más de una vez en ello, satisfecha, antes de conciliar el sueño. ¡Qué poco basta para hacernos felices cuando tenemos la sensación de haberlo merecido!

Jueves.- Mi primera aflicción. Ayer esquivó mi encuentro, y pareció desear que no le dirigiese la palabra. Me resistí a creerlo, y pensé que se trataba de una equivocación; me encantaba estar con él, me encantaba oírle hablar. ¿Cómo, pues, podía ser que él se mostrase hosco conmigo, no habiéndole dado yo ningún motivo? Pero resultó al fin cierto. Me alejé, pues, y me senté solitaria en el lugar donde lo vi por vez primera la mañana en que fuimos hechos, cuando yo no sabía qué era él y lo miraba con indiferencia; ahora me resultó aquel un lugar tristísimo; hasta las cosas más pequeñas me hablaban de él, y yo tenía el corazón en llaga viva. Yo no comprendía con claridad el motivo, porque era un sentimiento nuevo; yo no lo había experimentado hasta entonces, era un completo misterio para mí, y no acertaba a explicármelo.
Pero al llegar la noche se me hizo insoportable la soledad, y me dirigí al refugio nuevo que él ha construído, con el propósito de preguntarle en qué le había ofendido y cómo podía corregir mi error, ganándome de nuevo su cariño; pero el me plantó fuera del refugio, en medio de la lluvia, y ésa fue mi primera aflicción.

Domingo.- Ha vuelto la alegría, y soy feliz; pero ¡qué días más tristes! Procuro siempre que puedo no acordarme de ellos.
Quise llevarle algunas de esas manzanas, pero no sé tirar con certera puntería. Fracasé, pero creo que le satisfizo mi buena intención. Nos están prohibidas, y él dice que yo acabaré desgraciándome; pero si me desgracio por darle gusto a él, ¿a qué preocuparme de semejante desgracia?

Lunes.- Esta mañana le dije mi nombre, calculando que le interesaría. Pero no le dio importancia alguna. Es extraño. Si él me dijese el suyo, le daría yo importancia. Creo que sonaría en mis oídos más agradablemente que cualquier sonido.
El habla muy poco. Quizá porque su inteligencia no es brillante se duele de ello y desea ocultarlo. Es una pena semejante actitud, porque la inteligencia no significa nada; es en el corazón donde están los valores. Yo quisiera hacerle comprender que un corazón amante equivale a una riqueza, a una gran riqueza, y que el entendimiento sin corazón es pobreza.
A pesar de que es tan poco lo que habla, dispone de un vocabulario considerable. Esta mañana soltó un vocablo que me sorprendió por lo bueno. El mismo lo apreció como tal, con seguridad, porque lo colocó otras dos veces más, como al desgaire. No supo hacerlo con perfecto disimulo, pero demostró poseer cierto grado de percepción. Es indudable que, cultivándola, puede desarrollarse esa semilla.
¿De dónde sacó ese vocablo? No creo que yo lo haya usado nunca.
No, mi nombre no le interesó en modo alguno. Procuré ocultar mi desilusión, pero creo que no lo conseguí. Me alejé y me senté en el ribazo cubierto de musgo, metiendo los pies en el agua. Allí me encamino cuando me siento con hambre de compañía, con hambre de mirar a alguien, de hablar con alguien. No me sacio por completo -quiero decir, con aquel cuerpo blanco encantador que se pinta en el agua del estanque-, pero siempre es algo, y algo es preferible a la completa soledad. Habla cuando hablo yo; se pone triste si yo me pongo triste; me consuela con su simpatía; me dice: «No te dejes abatir, pobre muchacha desamparada; yo seré tu amiga.» Y, en efecto, es una buena amiga para mí; la única que tengo. Es mi hermana.
Jamás olvidaré, ¡jamás!, la vez primera en que ella me desamparó. Mi corazón me pesaba dentro del cuerpo como plomo. Exclamé: «¡Ella era todo lo que yo tenía, y he aquí que se ha marchado!» En mi desesperación dije: «¡Rómpete, corazón mío, porque ya la vida me es insoportable!» Oculté mi cara entre mis manos y no había consuelo para mí. Poco después, cuando las aparté de mi rostro, ¡allí estaba ella otra vez, brillante y hermosa! Salté a sus brazos.
Mi felicidad fue completa. Yo había sido feliz antes, pero con una felicidad diferente; esta de ahora era como un éxtasis. Ya no volví a dudar de ella. En ocasiones no se presentaba -a veces por espacio de una hora, y a veces por espacio de un día entero-, pero yo aguardaba sin que vacilase mi seguridad, y me decía a mí misma: «Estará ocupada, o habrá salido de viaje, pero vendrá.» Y así ocurría; siempre volvió. De noche, y cuando estaba oscuro, no acudía, porque es un ser pequeño y tímido; pero si hacía luna, acudía. A mí no me asusta la oscuridad, pero ella es más joven que yo; yo existía cuando ella nació. Son incontables las visitas que le he hecho; ella es mi consuelo y mi refugio cuando la vida es dura, y lo es la mayor parte de las veces.

Martes.- Estuve trabajando durante toda la mañana, mejorando la finca; me mantuve intencionadamente alejada de él, con la esperanza de que se sentiría muy solo, y que vendría. Pero no fue así.
Al mediodía suspendí el trabajo por aquel día, y me dediqué a divertirme, correteando tras las abejas y las mariposas, y extasiándome con las flores, seres hermosos que arrancan del firmamento la sonrisa de Dios y la conservan. Reuní una cantidad de ellas y las trencé en corona y guirnaldas, y me vestí con ellas en tanto que almorzaba manzanas, como es natural. Después me senté a la sombra y anhelé y esperé. Pero él no vino.
No importa. Su venida no habría conducido a nada, porque ninguna importancia da a las flores. Dice que son basura; es incapaz de distinguir unas de otras, y está en la convicción de que esa actitud le da superioridad. No le importo yo, no le importan las flores, no le importa el firmamento pintado a la caída de la tarde. ¿Hay, acaso, algo a que él de importancia, salvo el construir chozas para ponerse a cubierto de la agradable y limpia lluvia, y el dar con los nudillos a los melones, catear las uvas y tantear las frutas de los árboles para cerciorarse de cómo van madurando todas esas cosas?
Coloqué en el suelo, a lo largo, un palo seco y me empeñé en agujerearlo, valiéndome de otro palo; yo llevaba mi plan, pero tuve de pronto un susto terrible. Del agujero que estaba haciendo se alzó de pronto una película azulada, delgada y transparente. ¡Lo abandoné todo y eché a correr! Pensé que era un espíritu. ¡Qué terror el mío! Pero volví la cabeza y miré hacia atrás, viendo que no me seguía; en vista de eso, me recosté en una roca, jadeante, y dejé que todo mi cuerpo siguiese estremeciéndose, hasta que recobró la calma; entonces volví paso a paso hacia atrás, en guardia, alerta, mirando bien, dispuesta a darme de nuevo a la fuga si había lugar para ello; cuando estuve cerca, miré por entre las ramas de un rosal -¡cómo me hubiera gustado que anduviese por allí el hombre, para que me viese astuta y bella!- pero el duende había desaparecido. Me acerqué y vi que dentro del agujero había un poquito de polvo color rosa. Metí el dedo para tocarlo, exclamé ¡uy! y volví a sacarlo. Experimenté un dolor cruel. Me metí el dedo en la boca; conseguí aliviar mi dolor después de mucho apoyarme primero en un pie, luego en otro, y de mucho gruñir; después de lo cual se despertó en mí un vivísimo interés, y me dediqué a estudiar aquello.
Tenía curiosidad de saber qué era el polvillo color de rosa. De pronto, y aunque nunca lo hubiese oído hasta entonces, se me ocurrió el nombre. ¡Aquello era el fuego! Estaba tan segura como pudiera estarlo una persona sobre cualquier cosa. Y sin vacilar lo llamé así: fuego.
Yo había creado así algo que antes no existía; había agregado una cosa nueva a las incontables riquezas del mundo; me di cuenta de ello, me sentí orgullosa de mi proeza, y ya iba a echar a correr para encontrarlo a él y para contárselo, imaginándome que de ese modo crecería en su estima, pero reflexioné y no lo hice. No, él no le daría importancia. Me preguntaría que para qué servía aquello, y ¿qué le iba yo a contestar? Aquello no servía para nada; era sólo hermoso, simplemente hermoso.
Suspiré, pues, y no fui en su busca. Aquello no era útil para nada; con aquello no se construía una choza, ni se mejoraban los melones, ni se apresuraba la madurez de la cosecha de frutas; resultaba inútil, simple tontería y vanidad; él lo despreciaría y haría comentarios mordaces. Para mí, sin embargo, no era cosa despreciable, y exclamé: «¡Oh, tú, fuego, te amo, ser delicado color de rosa, porque eres hermoso, y con eso me basta!» Iba a ponérmelo junto al pecho, pero me contuve. Y acto continuo me saqué de mi cabeza otra máxima, aunque tan parecida a la primera, que temí no pasaba de ser un plagio: «El experimento quemado, huye del fuego.»
Volví a darle al palo; cuando tuve reunido un buen montón de polvo de fuego lo vacié sobre un manojo de musgo seco, con intención de llevármelo a casa y conservarlo siempre para jugar con él; pero sopló el viento, lo desparramó, me escupió rabiosamente y yo lo solté y eché a correr. Cuando me volví a mirar, el espíritu azul subía hacia arriba, se extendía y alargaba en ondas. Instantáneamente se me ocurrió su nombre: ¡humo!, aunque doy mi palabra de que nunca había oído hablar de tal cosa.
No tardaron en estallar al través del humo resplandores brillantes, amarillos y rojos, a los que puse instantáneamente nombre -llamas-, y también ahora estaba en lo cierto, a pesar de que eran las primeras que hasta entonces había habido en el mundo. Subieron por los árboles arriba, surgieron espléndidas, en bocanadas, de entre la enorme y creciente masa de humo. ¡Y yo no pude menos que palmotear y danzar, enajenada de gozo! ¡Era un espectáculo nuevo, extraño, sorprendente y maravilloso!
El vino a todo correr, se detuvo a contemplar aquello con asombro, y no pronunció una palabra durante muchos minutos. Luego preguntó qué era. Mala cosa de verdad el que me plantease una pregunta tan directa. No tuve más remedio que contestarla, como lo hice. Le dije que era fuego. No era culpa mía el que le molestase que yo lo supiese; no deseaba en modo alguno molestarle. Después de un silencio, preguntó:
-Y ¿cómo se ha producido?
Otra pregunta directa a la que no cabía sino una contestación directa.
-Lo hice yo.
El fuego se propagaba más y más lejos. El se aproximó al borde del lugar quemado y se quedó mirando al suelo. Luego preguntó:
-Y éstos, ¿qué son?
-Carbones.
Recogió uno para examinarlo, pero cambió de opinión y lo dejó otra vez en el suelo. Después se marchó. No se interesa por nada.
Pero yo sí que me interesé. Vi cenizas grises, suaves, delicadas y lindas, y en el acto supe lo que eran. Y las brasas; también supe lo que eran las brasas. Encontré mis manzanas, las extraje de entre las brasas y me alegré, porque soy muy joven y de buen apetito. Parecían estropeadas; pero no era así; estaban mejor que crudas. El fuego es hermoso; yo creo que llegará día en que será útil.

Viernes.- El último lunes, a la caída de la noche, volví a verlo, pero sólo durante un momento. Esperaba que me elogiase por mis esfuerzos en mejorar la finca, porque mis intenciones eran buenas y había trabajado de firme. Pero no se mostró satisfecho, y se alejó de mí. También estaba disgustado por otro motivo: intenté una vez disuadirle de que se tirase por las Cataratas. Lo hice porque el fuego me había hecho conocer un nuevo sentimiento -un sentimiento completamente nuevo y distinto del amor, del dolor y de los demás que había experimentado hasta entonces-: el sentimiento de temor. ¡Sentimiento horrible! ¡Ojalá no lo hubiese conocido nunca! Le debo momentos angustiosos, estropea mi felicidad, me hace estremecer, temblar y escalofriarme. Pero no conseguí convencerlo, porque él no ha descubierto aún el miedo, y por eso no podía comprenderme.

EXTRACTO DEL DIARIO DE ADAN

Quizá yo debería tener en cuenta que ella es muy joven, nada más que una muchacha, y ser generoso. Ella es toda interés, anhelo, vivacidad; el mundo es para ella un encanto, un asombro, un misterio, un gozo; cuando descubre una flor nueva, el placer le corta el habla, necesita piropearla, acariciarla, olfatearla, dirigirle la palabra y derramar sobre ella epítetos enternecedores. La enloquecen los colores: las rocas marrones, las arenas amarillas, el musgo gris, el verde follaje, el cielo azul, el perla del alba, las sombras purpúreas sobre los montes, las islas doradas que en el ocaso flotan sobre mares de carmesí, la pálida luna que surca por entre las nubes en jirones, los luceros que centellean en las inmensidades del espacio; ninguna de estas cosas tiene valor práctico alguno, que yo sepa, pero a ella le basta con que tengan colorido y majestuosidad para volverse loca. Si fuese capaz de sosegarse y permanecer tranquila un par de minutos seguidos, constituiría un espectáculo tranquilizador. En ese caso creo yo que disfrutaría contemplándola; sí, estoy seguro, porque estoy empezando a darme cuenta de que ella es un ser notablemente bien parecido, flexible, esbelta, bonita, de suaves curvas, bien conformada, ágil y graciosa, y en cierta ocasión tuve que confesarme que es hermosa: se hallaba de pie, como un mármol de blanca y embebida de sol encima de un peñasco, con la cabeza juvenil echada hacia atrás, haciéndose sombra a los ojos con la mano, mientras seguía en el cielo el vuelo de un ave.

Lunes al mediodía.- Si existe algo sobre el planeta que no despierte su interés, yo no lo tengo en mi lista. A mí me son indiferentes determinados animales, y en eso me diferencio de ella. Ella no hace diferencias, se aficiona a todos, los toma a todos por alhajas y todo animal nuevo encuentra en ella buena acogida.
Cuando el potente brontosauro se nos metió dando zancadas en el campo, ella lo miró como una adquisición, y yo lo consideré una calamidad; éste es un ejemplo de la desarmonía que impera en nuestra manera de ver las cosas. Ella pretendía domesticarlo, y yo quise regalarle nuestra casa y largarnos a otra parte. A ella le pareció que se le podría domesticar con el trato cariñoso y que constituiría un juguete; yo dije que un juguete de veintidós pies de estatura y de ochenta y cuatro pies de largo no era lo más indicado para que anduviese entre nosotros, porque aún con las mejores intenciones y sin propósito de causar daño, podría echarse encima de nuestra casa y deshacerla, porque basta con mirarle a los ojos para convencerse de que era un distraído.
Pues, con todo eso, ella tomó a pechos el conservar semejante monstruo, y no pudo renunciar al mismo. Pensó que podríamos iniciar con él la instalación de una granja lechera y se empeño en que le ayudase yo a ordeñarlo. Me negué; era demasiado peligroso. El sexo estaba equivocado, y, en cualquier caso, tampoco teníamos una escalera. Quiso después cabalgar en aquel animal y contemplar el paisaje. Apoyaba en el suelo unos treinta o cuarenta pies de cola, y a ella se le antojó que resultaría cosa fácil el encaramarse por ella, pero estaba en un error; cuando llegó a la parte empinada se encontró con que era demasiado lustrosa, y se vini debajo de manera que se habría lastimado de no haber estado yo allí.
¿Le bastó eso para convencerse? No. A ella no la convencen sino las pruebas; las teorías no puestas a prueba no entran en su negocio, y se niega a admitirlas. Reconozco que la suya es la manera justa, y que me atrae, y que experimento su influencia; opino que acabaría adoptando esa misma norma si permaneciese más tiempo con ella. Pues bien: aún le quedaba una teoría a propósito de este coloso, a saber: que si nosotros lográbamos domesticarlo y que se amigase con nosotros, nos sería posible colocarlo a través del río y emplearlo como puente. Resultó que -al menos por lo que se refería a ella-
el animal estaba suficientemente domesticado; de modo, pues, que puso en práctica su teoría, pero le falló; cuantas veces consiguió situarlo de manera conveniente a través del río y volvió ella a tierra para cruzar aquel por encima del animal, éste se salió del agua y se volvió para seguirla, lo mismo que una montaña mimada. Igual que los demás animales. Porque todos hacen lo mismo.

Viernes.- Martes, miércoles, jueves y hoy: en todo ese tiempo sin verlo a él. Resulta muy largo para estar sola; aunque siempre es preferible estar sola que ser mal recibida.
A mí me era indispensable la compañía -creo que yo estoy hecha para vivir en compañía-, y por eso me he buscado amigos entre los animales. Son encantadores y tienen el carácter más amable y los modales más corteses; jamás se muestran agrios, jamás le dan a entender a una que se está entremetiendo, le sonríen a una moviendo la cola -los que la tienen-, y están siempre dispuestos a retozar, a emprender una excursión o a cualquier cosa que se les proponga. En opinión mía, son unos perfectos caballeros. ¡Qué bien lo hemos pasado en todos estos días! Ni un instante me he sentido sola. ¡Sola! No, bien puedo decir que no. Siempre tengo un hormiguero de ellos a mi alrededor -en ocasiones ocupan cuatro y cinco acres- y me es imposible contarlos; y cuando me subo a lo alto de una roca en medio de ellos, y paso mi vista por toda aquella superficie de pieles velludas, se me presenta tan abigarrada, salpicada y alegre de color, de retozonería tornasolada y ráfagas luminosas, y tan ondulante de franjas de color, que se la tomaría por un lago, aunque sabiendo que no lo es; hay torbellinos de pájaros que viven en sociedad y huracanes de alas runruneantes; y cuando el sol hiere todo aquel hervor de plumaje, llamean todos los colores imaginables como para enceguecerla a una.
Hemos hecho largas excursiones, y yo he visto muchísimo mundo; creo que casi todo; de modo, pues, que soy la primera viajera, y la única. Cuando avanzamos en nuestra marcha, es aquello un espectáculo imponente -no hay en parte alguna otro que pueda comparársele-. Yo cabalgo, para mi comodidad, a lomos de un tigre o de un leopardo; lo hago porque son asiento blando, tienen la espalda arqueada y son espléndidos animales; cuando se trata de distancias largas, o si quiero contemplar el panorama, cabalgo sobre un elefante. El mismo me aúpa con su trompa, y para descender lo hago sola; en el momento en que nos disponemos a acampar, el elefante se sienta, y yo me dejo deslizar por la espalda hasta el suelo.
Pájaros y animales se tratan amistosamente los unos a los otros, y no disputan por nada. Todos ellos hablan y todos ellos me dirigen a mí la palabra, pero conversan seguramente en un idioma extranjero, porque no les comprendo ni una palabra; sin embargo, ellos me comprenden muchas veces cuando les contesto, especialmente el perro y el elefante. Esto me avergüenza. Demuestra que son más inteligentes que yo, y, por tanto, que son superiores a mí. Me molesta, porque yo quiero ser el Experimento principal, y me propongo serlo.
He aprendido gran cantidad de cosas; ahora soy instruída, pero al principio no lo era. Al principio era una ignorante. Eso me causaba fastidio, porque, por mucho que estuviese ojo avizor, nunca era tan lista como para ver cuándo subían las aguas monte arriba; ahora ya no me preocupa. A fuerza de hacer comprobaciones y comprobaciones, he llegado a asegurarme que jamás corren monte arriba, como no sea en la oscuridad. Que suben las aguas monte arriba en la oscuridad lo sé porque el estanque no se seca nunca, cosa que ocurriría, desde luego, si el agua no volviese a subir de noche. No hay nada como comprobar las cosas mediante auténticos procedimientos; así es como se llega a saber de cierto; si una no sale de intuiciones, suposiciones y conjeturas, jamás llega a instruirse.
Hay algunas cosas que es imposible descubrir; pero si una no sale de las suposiciones y conjeturas, no llega jamás a conocer esa imposibilidad. No llega, y es preciso tener paciencia y seguir experimentando hasta descubrir que no es posible descubrir. Resulta delicioso el llevar las cosas de ese modo y el mundo ofrece mucho interés. Si no hubiese nada que descubrir, sería aburrido. El esforzarse por descubrir sin llegar a descubrir es tan importante como el esforzarse por descubrir y conseguirlo, y hasta quizá ofrezca aún mayor interés. Mientras no descubrí el secreto del agua, éste era como un tesoro; una vez descubierto, desapareció la emoción y experimenté una sensación de vacío.
Por haber hecho experimentos me consta que la madera flota, y también las hojas secas, las plumas y otras muchas cosas; acumulando todas estas pruebas llega una a saber que las rocas flotarán; pero hay que conformarse con saberlo, porque no hay modo alguno de ponerlo a prueba, hasta ahora, al menos. Sin embargo, yo encontraré el medio, y entonces desaparecerá esta emoción. Estas cosas me entristecen; cuando, poco a poco, lo haya descubierto todo, ya no habrá emoción alguna. ¡Con lo que a mí me gusta la emoción! Este pensamiento me quitó la otra noche el sueño.
En mis comienzos no acertaba a descubrir para qué había sido yo formada; ahora creo que lo fui para ir poniendo en claro los secretos de este mundo maravilloso, siendo feliz y dando las gracias al Dador del mismo por haberlo trazado de la manera que lo ha hecho. Yo creo que queda todavía mucho por aprender, y ojalá que así sea; si dispongo las cosas con economía y sin darme demasiada prisa, creo que tendré para muchas semanas. Ojalá. Si se tira una pluma al aire, ésta navega por el espacio hasta perderse de vista; pero si tiro a continuación un terrón, no navega. Se viene al suelo siempre. Lo he experimentado una y otra vez y siempre ocurre lo mismo. ¿Por qué será? Bueno; caer al suelo, no cae; pero ¿por qué ha de parecer que cae? Me imagino que se trata de una ilusión óptica. Quiero decir que una de las dos cosas lo es. Yo no sé cuál. Puede que lo sea la pluma y puede que lo sea el terrón; no me es posible demostrar cuál de los dos; lo único que puedo demostrar es que el uno o la otra es un engaño, y que cada cual elija lo que prefiera.
A fuerza de fijarme, sé ahora que las estrellas no han de durar siempre. He visto cómo algunas de las más hermosas se han deshecho y han caído cielo abajo. Si una puede deshacerse, lo mismo podrá ocurrirles a todas, y puesto que todas pueden deshacerse, les puede ocurrir eso a todas la misma noche. Será un dolor que ocurrirá alguna vez, estoy segura. Me propongo permanecer todas las noche sentada y contemplándolas mientras permanezca despierta; grabaré en mi memoria esos campos relampagueantes, y de ese modo, cuando lleguen a desaparecer, podré volver a poblar con la imaginación el negro firmamento de esas miríadas de luceros, haciendo que relampagueen de nuevo y multiplicándolos por dos en el borrón de mis lágrimas.

DESPUES DE LA CAIDA

Cuando vuelvo la vista atrás, el Jardín se me representa como un ensueño. Era hermoso, insuperablemente hermoso, encantadoramente hermoso, y lo he perdido para no verlo más.
He perdido el Jardín, pero lo he encontrado a él, y estoy satisfecha. Me ama todo lo mejor que sabe; yo le amo a él con la energía toda de mi naturaleza apasionada; creo que esto es propio de mi juventud y de mi sexo. Si yo me pregunto a mí misma por qué le amo, me encuentro con que no lo sé, y lo cierto es que no me importa mucho el saberlo; creo, pues, que esta clase de amor no es un producto del razonamiento y de las estadísticas, como lo es el amor por los reptiles y los animales. Creo que es así como debe ser. Tengo amor a ciertos pájaros por su canto; pero a Adán no lo amo por su manera de cantar; no, no es eso; cuanto más canta, menos me acostumbro a su canto. Sin embargo, le pido que cante, porque quiero llegar a tomar gusto a todo aquello que a él le interesa. Estoy segura de que llegaré a tomárselo a su canto, porque al principio me resultaba insoportable, pero ahora lo soporto. Su canto agria la leche, pero no importa; me acostumbraré a la leche agria.
No le tengo amor por su inteligencia; no, no es por eso. Como él no se la hizo tal como ella es, no se le puede censurar; él es como Dios lo hizo, y con eso basta. A mi parecer, fue una cosa bien pensada. Se desarrollará con el tiempo, aunque yo creo que no se desarrollará de golpe; además, no hay ninguna prisa; está bien tal como está.
No le tengo amor porque sus maneras sean nobles y consideradas ni por su finura. No, porque en estos aspectos tiene fallos; pero con todo, bien está como está, y además va mejorando.
No le tengo amor por su habilidad manual; no, no es por eso. Creo que la tiene, y no sé por qué razón la oculta de mí. Es lo único que me duele. En todo lo demás es ahora franco y sincero conmigo. Estoy segura que es esto es lo único que me oculta. Me duele que tenga un secreto para mí, y en ocasiones el pensarlo me quita el sueño; pero estoy resuelta a olvidarme de ello. No será eso lo que enturbie mi felicidad, que, por lo demás, rebosa fuera de mí.
No le tengo amor porque sea instruído; no, no es por eso. El ha aprendido por sí mismo y sabe multitud de cosas; pero no como ellas son.
No le tengo amor por su caballerosidad, no, no es por eso. El me delató, pero yo no le censuro; es una característica de su sexo, según creo, y no fue él quien hizo su sexo. Claro está que yo no lo hubiera delatado a él, y que antes me habría dejado matar; pero ésta es también una característica del sexo y no me envanezco de ella, porque tampoco yo hice mi sexo.
Pues entonces, ¿por qué razón le amo? Simplemente porque es del sexo masculino; por eso le amo, según creo.
En el fondo es bueno, y le tengo amor por eso; pero creo que aunque no lo fuese, le amaría. Aunque me pegase e insultase, yo seguiría amándole. Estoy segura. Creo que es nada más que una cuestión de sexo.
El es fornido y hermoso, y yo le amo por eso, y lo admiro y estoy orgullosa de él; pero aun sin esas cualidades le amaría. Aunque fuese feo, yo le amaría; aunque fuese una ruina, yo le amaría, y trabajaría para él, y viviría esclava de sus necesidades, y rezaría por él y velaría junto a su lecho hasta que muriese.
Sí; yo creo que le amo nada más que porque es mío y porque es del sexo masculino. Creo que no existe otra razón. De modo, pues, que viene a ser lo que dije al principio: que esta clase de amor no es producto de razonamientos ni de estadísticas. Le da a una simplemente (sin que nadie sepa cómo), y no tiene explicación posible. Ni la necesita.
Así opino yo. Pero como soy nada más que una muchacha, y la primera que se pone a estudiar esta materia, quizá resulte que, debido a mi ignorancia y a mi inexperiencia, no lo acerté.

CUARENTA AÑOS DESPUES

Mi súplica y mi anhelo es que salgamos de esta vida juntos, y es ése un anhelo que jamás desaparecerá de la tierra, sino que subsistirá en el corazón de todas las esposas que aman, hasta el fin de los tiempos, y será llamado por mi nombre.
Pero mi plegaria es que si uno de nosotros ha de salir antes de esta vida, sea yo la que me adelante; él es fuerte; yo frágil; no le soy tan necesaria a él como él me es a mí. Vivir sin él no sería vida; ¿cómo podría yo soportarla? También ésta es una plegaria inmortal, que no dejará de subir a lo Alto mientras subsista mi raza. Yo soy la primera esposa; la última esposa será una repetición mía.

JUNTO A LA TUMBA DE EVA

ADAN.- Dondequiera que ella estaba, estaba el Paraíso.